Las cifras más recientes revelan que el país enfrenta un déficit habitacional de 1,464,995 viviendas y las limitaciones para acceder a una casa son tales, que se ha vuelto común que muchas parejas jóvenes en Santo Domingo se casen y continúen viviendo con sus padres.
Esto quizás no ocurriría si el país contara con una ley de alquileres que hiciera atractiva la inversión privada en la construcción de viviendas destinadas al arrendamiento. Por el contrario, durante décadas hemos tenido una legislación que desalienta la inversión, al sobreproteger al inquilino y dificultar la recuperación del inmueble por parte del propietario, incluso cuando existen causas justificadas de desalojo, como el impago de la renta o los daños a la propiedad, incluidas modificaciones estructurales no autorizadas. El resultado ha sido un mercado de alquiler frágil y limitado, tanto en número de unidades disponibles como en la calidad de las propiedades, con el agravante de que los precios suelen ser elevados, debido al desequilibrio entre oferta y demanda.
Hoy surge una esperanza de cambio con un proyecto de ley que cursa en el Congreso. Sin embargo, éste aún requiere ajustes para que ese amanecer legislativo se transforme verdaderamente en un nuevo día.
El punto central es que la ley resultante establezca un mecanismo ágil y eficaz para los desalojos, sin menoscabar los derechos del inquilino. Ese mecanismo debe ser especialmente expeditivo en casos de incumplimiento contractual, como la falta de pago, los daños a la propiedad o violaciones al contrato. Se trata de evitar que el propietario quiebre, no por falta de inquilinos, sino, por la imposibilidad de recuperar su propiedad ante un ocupante moroso.
Se estima que los plazos contemplados en el proyecto actual podrían alcanzar los cuatro meses.
Sin embargo, dado que el proceso de conciliación no ha sido incorporado al procedimiento judicial, sino, que se prevé que se realice de forma externa y sin establecer consecuencias ante el incumplimiento de los plazos, el proceso de desalojo podría extenderse aún más. Las mejores prácticas recomiendan que dicho proceso no tome más de un mes y, en ningún caso, supere los dos meses.
Lo esencial es que la ley garantice que el inquilino no se vea forzado a abandonar su hogar con la camisa en una mano y la dignidad en la otra, pero también que el desalojo no se prolongue tanto que deje de ser un proceso judicial y se convierta en una sentencia silenciosa contra quien invirtió su capital en construir hogares para otros y termina atrapado en un goteo lento que vacía sus cuentas y apaga su confianza.