“¿Dónde es su emergencia?”, preguntó el operador del 911.
“En el Rodeway Inn de la avenida Woodstock, en Rutland”, respondió la mujer, que apenas podía controlar su voz. “Mi novio se acostó a tomar una siesta y no está respirando”.
El operador del 911 empezó a explicarle cómo hacer reanimación cardiopulmonar, y le preguntó si podía bajar a su novio al suelo. Ginger Parker, la mujer que hizo la llamada, se distrajo enseguida: su hija de 18 meses se había subido gateando sobre el cuerpo inmóvil.
“Cariño, bájate, ¡por favor!”, suplicó Parker, explicando al teléfono que la niña solo quería ayudar.
El hombre al que intentaba salvar aquella tarde de agosto de 2012 era David Blanchard III, quien trabajaba en el turno de noche en la empresa Rutland Plywood, en la pequeña ciudad de Vermont. El hombre, de 28 años, con una pulcra barba de candado, cabello oscuro y rostro amable, yacía de espaldas en una habitación de motel sucia y atestada de cosas: ropa, una sábana, juguetes, libros infantiles y un patito de hule rosa.
La persona del 911 le dijo a Parker que colocara el talón de una mano en el centro del pecho desnudo de su pareja, con la otra encima y los dedos entrelazados. “Empuja fuerte y empuja rápido”, indicó. “Vas a hacerlo cien veces por minuto”.
Pronto, Parker oyó gorgoteos. “Dios mío. Perdóname”, dijo. Sonaba frenética, esforzándose, respirando con dificultad.
La persona del 911 le preguntó si Blanchard había bebido o consumido drogas.
“Eh, no. No”, respondió Parker.
Sin embargo, cuando los médicos declararon muerto a Blanchard más tarde en la habitación 132, observaron una marca en su antebrazo derecho. En una pañalera, los agentes de policía de Rutland encontraron una bolsa con cierre pequeña que contenía jeringas hipodérmicas usadas y unas bolsas de papel glassine vacías que habían estado llenas de heroína.
Cuatro bolsas tenían estampada una marca en letras mayúsculas: FLOW.
La muerte de Blanchard desencadenó una búsqueda que duró años para encontrar a los criminales que le suministraron la dosis fatal. Afectó a personas impotentes ante la adicción, y a quienes las amaban. Puso al descubierto el vínculo entre Rutland y la zona de Tremont en el Bronx, comunidades separadas por cientos de kilómetros pero unidas por un mal común: el multimillonario comercio global de heroína.
El caso Flow involucró a decenas de investigadores, fiscales y traficantes y condujo a detenciones, juicios y condenas. Para Parker, representó una mínima dosis de justicia y misericordia, mas no una redención sencilla.
En 2012, la sobredosis de heroína de Blanchard fue una de las 50 muertes relacionadas con opiáceos ocurridas en Vermont. Menos de dos años después, el gobernador Peter Shumlin dedicó su discurso sobre el Estado del Estado a lo que calificó como “una crisis de heroína a gran escala”. En 2016, las muertes por sobredosis se habían duplicado a 106; cinco años después, se habían vuelto a duplicar.
Hoy, un opioide diferente —el fentanilo— está detrás de una crisis de sobredosis que ha persistido obstinadamente en los años transcurridos desde la muerte de Blanchard. Pero ha sido imposible erradicar las redes de traficantes y consumidores de drogas que conectan comunidades de todo Estados Unidos en una red mortal de adicción.
Rutland, una ciudad de alrededor de 16.000 habitantes que alguna vez fue sede de una próspera industria del mármol, se vio absorbida por la crisis de los opioides desde sus comienzos. Estaba situada en una ruta comercial natural: el Ethan Allen Express de Amtrak podía llegar a la estación de Pensilvania de Nueva York en solo cinco horas y media.
En Rutland, los residentes de viviendas multifamiliares de alquiler alojaban a traficantes foráneos que vendían heroína a 30 dólares la bolsa, un aumento de cinco veces respecto al precio en las calles de Nueva York. Un área de diez cuadras concentró tres cuartas partes de todas las llamadas a la policía en 2013 y el 80 por ciento de los robos.
Los agentes de policía de Rutland y un agente federal de la Administración de Control de Drogas (DEA, por su sigla en inglés) que acudieron a investigar la muerte de Blanchard detectaron una oportunidad excepcional. Con un cadáver nuevo y la sobredosis aún no divulgada, querían encontrar el origen de la heroína mortal mientras las pruebas aún estaban frescas e intactas.
El rastro condujo a los investigadores hasta el antiguo propietario de un bar de vinos de Manhattan con una vida secreta como importador de heroína; un hombre del Bronx que perfeccionó una potente mezcla de ingredientes para crear Flow; y una banda de narcotraficantes asesinos que la vendía en las calles de Nueva York y expandió sus negocios a Rutland al descubrir que ahí podía cobrar más.
Y, para una fiscala de Nueva York, la investigación la llevó a un lugar a la vez sorprendente y familiar. La heroína Flow no solo estaba asolando el barrio del Bronx que ella intentaba hacer más seguro; también se había convertido en una plaga en la ciudad de Vermont donde nació.
El Bronx, 2014
Shawn Crowley tenía una oficina en el séptimo piso de la sede de la fiscalía de Estados Unidos en el Bajo Manhattan. La alfombra estaba desgastada, el maltrecho escritorio de madera estaba lleno de desechos de fiscales anteriores y las persianas no bajaban por completo. La vista daba a una cárcel.
Había trabajado mucho para estar en ese cargo.
Creció en una antigua granja lechera de Vermont ubicada al final de un camino de tierra en una colina de East Wallingford, un pueblo de varios cientos de habitantes a unos 20 minutos al sur de Rutland. Su madre trabajó como veterinaria en esa localidad.
El problema de la comunidad aún no era la heroína; era la pobreza. Pero su casa era un refugio. Había caballos, una vaca, gallinas y un granero donde los niños de la zona se reunían para jugar al baloncesto en una cancha improvisada. Crowley esquiaba en la montaña de Killington. En el bachillerato, solía ser la única chica del equipo de estilo libre.
Después de graduarse en la Universidad Northwestern, regresó a Vermont y estuvo allí dos años dedicándose a dar clases de esquí y a trabajar con su padre, quien vendía suministros médicos. Luego, en el 2008, Crowley se marchó a Manhattan: estudió derecho en la Universidad de Columbia, pasó por la práctica privada y trabajó como asistente de un juez. En septiembre de 2014, se convirtió en fiscala federal del Distrito Sur de Nueva York y fue asignada a la unidad de delitos generales, donde los fiscales novatos comienzan su carrera.
Su familia y amigos le habían hablado de cómo la heroína estaba penetrando Rutland. Había visto publicaciones en Facebook de personas que habían visto a consumidores en el estacionamiento del Walmart.
En Nueva York, Crowley trabajó en muchos casos de drogas y sabía muy bien cómo la heroína y la violencia habían devastado algunas partes del Bronx. En 2014, una oleada de tiroteos impactó los barrios ubicados al norte del distrito. Para mediados de mayo, según la cobertura informativa, se habían producido ocho asesinatos en un distrito policial, en comparación con uno solo durante el mismo periodo del año previo.
Crowley identificó a las bandas y también investigó cuáles eran las cuadras que controlaban, dónde estaban las casas de almacenamiento y quiénes estaban enfrentados.
A los 31 años, cuando llevaba alrededor de seis meses investigando, su supervisor le entregó un caso que llevaba un par de años dando vueltas. Sería su primer juicio.
El acusado era Ruben Pizarro, un joven del Bronx conocido como Chulo, un despiadado traficante de crack y cocaína. Había sido detenido unas 30 veces, pero había evitado cumplir una condena real, en algunos casos porque los testigos se negaban a hablar.
En 2012, Chulo y un compañero fueron acusados del atraco a un conductor de taxi de alquiler. Las autoridades dijeron que Chulo lo golpeó en la cabeza y luego le puso un cuchillo en la garganta mientras este le entregaba 180 dólares. Cuando los ladrones huyeron, el otro hombre escupió el taxi.
Ya que los fiscales del Bronx no lograban sacar a Chulo de las calles, la policía llevó el caso del robo al Distrito Sur en 2013, con la esperanza de que las autoridades federales tuvieran más éxito.
El caso no sería fácil. El ADN de la saliva del taxi había conducido a la policía hasta el cómplice, quien se declaró culpable. Pero el hombre no había accedido a declarar, y aunque el conductor había identificado a Chulo en una foto, no había video del robo ni testigos. Tampoco se había recuperado ningún cuchillo.
Crowley estaba ansiosa por llevar su primer caso a juicio, pero le preocupaba que había pocas pruebas para presentar al jurado. Su supervisor le preguntó si creía que Chulo era culpable.
Sin duda es culpable, respondió Crowley. Y así avanzó el juicio.
Duró cuatro días en agosto de 2015. Cuando los miembros del jurado entraron, Crowley observó que uno le sonreía a Chulo. El veredicto fue no culpable.
Al salir del tribunal, Crowley vio cómo Chulo se tomaba selfis con una amiga.
Los fiscales del Distrito Sur rara vez perdían juicios, y los colegas de Crowley pasaron a consolarla. Esa noche, otra supervisora le envió un correo electrónico: “Créeme —escribió—, “no son pocos los fiscales que rehuirían un caso difícil”. Que Crowley lo hubiera dado todo, añadió la supervisora, “es un testimonio de la clase de fiscal que eres, la única que queremos”.
Crowley le dijo a un detective: la próxima vez que detengas a este tipo, llámame.
Rutland, 2012
La heroína empieza con las amapolas, que han sido cultivadas durante miles de años en Asia o Latinoamérica. El líquido que se filtra por los cortes que se hacen en las vainas verdes de la planta se raspa, se seca y se moldea en ladrillos o bolas. Al hervirlo con cal, se extrae la morfina, que luego se procesa en un laboratorio para convertirla en heroína. Llega a Estados Unidos en aviones, oculta en buques y filtrada por los cruces fronterizos.
Los traficantes callejeros marcan cada dosis con un sello de goma. Las bolsas vacías de papel glassine cubren las calles de las ciudades. Están estampadas con nombres como Sleep Walking, Power Hour, Hello Kitty.
Flow.
Parker y Blanchard habían consumido heroína con regularidad, a menudo dos bolsas al día cada uno. Aquella mañana de agosto, después de que Blanchard regresó de su trabajo, emprendió su acostumbrada búsqueda de drogas. Llamó a una conexión habitual, una exasistente de enfermería que vivía cerca. Se encontraron afuera del Walmart, donde Blanchard, tras cobrar su sueldo, le pagó 100 dólares por cuatro bolsas.
De vuelta en el motel, Parker y Blanchard se entusiasmaron al ver el sello Flow. Esta mercancía, pensaron, era de la buena.
Cargaron las jeringas y, mientras su hija veía televisión, se inyectaron y se quedaron dormidos. Cuando Parker recuperó la conciencia, ella y la niña pasaron el día haciendo compras, lavando ropa y jugando en el estacionamiento del motel, para que Blanchard pudiera dormir.
Ya avanzada la tarde, Parker puso a su hija sobre el pecho de Blanchard. Era un juego familiar: la niña gateaba sobre su padre hasta que se despertaba. “¿Quién está encima de mí?”, decía él, y empezaba a hacerle cosquillas.
Esta vez, no despertó.
Parker vomitó y sollozó con su hija en brazos, y accedió a ayudar a los investigadores de la policía de Rutland y de la DEA a seguir el rastro de la mortífera heroína hasta su origen.
Los condujo a una casa de color amarillo pálido de la calle Meadow, donde la exasistente de enfermería que les había vendido la heroína Flow vivía en el segundo piso con sus dos hijos pequeños. La mujer dio el nombre de su proveedor, un hombre de 19 años de Nueva York. Él había estado transportando Flow para la banda del Bronx que operaba en la cuadra de la avenida Hughes y la calle 178, en Tremont, y vendía al mayoreo a distribuidores en Rutland.
Unos días después, agentes de policía de Nueva York vieron al hombre en el sur del Bronx tras un reporte de disparos. El sujeto tiró una bolsa de plástico que contenía 1365 paquetes de Flow mientras huía, antes de ser arrestado. Pero no quiso colaborar con los investigadores a cambio de clemencia. La banda de la avenida Hughes era demasiado peligrosa como para desafiarla.
El Bronx, 2010
En las mansiones y monumentos de la Época Dorada de Nueva York abundaba el mármol de Vermont. Ahora el comercio entre las ciudades no era de roca veteada, sino de polvo blanco.
En Nueva York, la heroína y la violencia que la acompañaba se cernían sobre los 32.000 habitantes de Tremont. La banda de la avenida Hughes vendía Flow de manera abierta, y su reputación de violencia era un elemento esencial de su negocio.
La banda anunció su presencia con una matanza.
En 2010, los dos hermanos que lideraban la pandilla tuvieron un pleito con un hombre de 26 años llamado Jerry Tide, quien era un boxeador aficionado que se dedicaba a las mudanzas, y no tenía nada que ver con el tráfico de drogas. Tide había hablado con la mujer equivocada en el salón de billar Remy’s, pero no se echó para atrás. El enfrentamiento escaló, y las botellas volaron por la avenida Jerome. Una botella golpeó a uno de los hermanos, haciéndole un corte en la cara.
Seis meses después, los hermanos volvieron a encontrarse con Tide en el billar. Sacaron una pistola de la casa de almacenamiento y esperaron. Cuando Tide salió de Remy’s aquella noche, los hermanos lo enfrentaron. Uno de ellos le dijo: “¿Recuerdas lo que me hiciste en la cara?”.
Le dispararon a quemarropa cerca de diez veces y lo dejaron morir en la calle.
Cinco años después, la banda de la avenida Hughes estaba en guerra con Chulo, el traficante que en agosto salió libre de la acusación del robo al taxi y había regresado a las calles. La banda tenía la franquicia de Flow y sus líderes no querían que un rival violento a unas cuadras de distancia afectara su negocio.
Chulo había establecido una base de operaciones en un departamento vacío en un edificio de ladrillo de cinco pisos en la avenida Arthur, frente a la secundaria William W. Niles. Ahí cocinaba cocaína para convertirla en crack. Guardaba una Magnum 357 en la estufa y dormía con una pistola de nueve milímetros.
Chulo competía con la banda de la avenida Hughes por el territorio y los clientes. Los vendedores que movían su mercancía incluso se disputaban a los adictos que salían de un centro de rehabilitación.
Ese Halloween, Chulo ordenó a uno de sus hombres que le disparara a un vendedor de la banda de la avenida Hughes. Al día siguiente, varios miembros del grupo de la avenida Hughes subieron a un auto, se dirigieron a la avenida Arthur y dispararon contra Chulo y su socio frente a su edificio. Ellos corrieron hacia la azotea, y el socio respondió con una ráfaga desde lo alto.
Giulia Cox, la directora de la secundaria Niles, era la única persona que estaba en la escuela ese domingo. En ese momento se encontraba sentada frente a una ventana de su despacho del segundo piso preparándose para una jornada de formación del personal. Asustada, se metió bajo su escritorio y llamó al 911. Cuando empezó a hablar, se oyeron fuertes detonaciones.
“Están disparando frente a mi escuela”, dijo Cox al teléfono con voz firme.
Otras personas que llamaron dijeron haber oído gritos en la calle y al menos una decena de disparos.
Cox se ocultó en una sala de fotocopias sin ventanas durante unos 20 minutos. Al regresar a su despacho, vio a los agentes de policía afuera, trabajando en una zona acordonada con cinta amarilla. Un agente estaba sacando una bala del tronco de un árbol.

El Bronx, 2015
La noche del 3 de noviembre de 2015, unos días después del tiroteo, Crowley, la joven fiscala, estaba en el sofá de su departamento cuando sonó el teléfono.
“¿Tú eres Shawn?”, preguntó un policía.
El agente explicó que la policía había detenido a un hombre llamado Anthony Ramos —alias Roach— tras una venta de drogas. En la estación de policía número 48, le encontraron cuatro bolsitas de crack escondidas entre los glúteos y 79 dólares en el bolsillo.
Roach le había dicho a la policía que trabajaba para Chulo, vendiendo crack y cocaína en la intersección de la avenida Arthur y la calle 180. También compraba cocaína para que Chulo la vendiera.
Roach había sido arrestado varias veces, lo que lo convertía en un buen candidato para ser persuadido de colaborar. En menos de dos semanas, Crowley se había reunido con él y su abogado en el tribunal federal de Manhattan.
Pronto quedó claro que Roach estaba jugando un juego peligroso: parte de la cocaína que le suministraba a Chulo procedía de la banda rival de la avenida Hughes que, según dijo, también vendía una marca de heroína especialmente potente: Flow.
El nombre no significaba nada para Crowley. Pero después de hablar con un equipo de colegas y con John Reynolds, un agente especial del FBI, se dio cuenta de que, para ellos, Flow significaba mucho.
Durante meses, ellos habían trabajado para acabar con la banda de la avenida Hughes, que era de donde provenía la droga, infiltrándose mediante intervenciones telefónicas y un informador de alto nivel.
Fue entonces cuando Crowley se enteró de que la investigación había empezado con una sobredosis ocurrida en un motel a cientos de kilómetros al norte. La heroína Flow, se dio cuenta, no solo era la pesadilla de la ciudad donde vivía: también estaba consumiendo Rutland, el lugar donde había pasado tanto tiempo.
Crowley y sus colegas decidieron trabajar juntos.
La investigación del Distrito Sur sobre la banda de la avenida Hughes había comenzado a mediados de 2015 con la detención de un hombre del Bronx llamado Neil Lizardi.
Lizardi tenía un título del Lehman College y durante casi dos décadas trabajó en Verizon, llegando a ganar hasta 100.000 dólares al año. También había sido propietario de un bar de vinos en el Upper West Side de Manhattan. Pero Lizardi tenía otra profesión que era menos pública: era proveedor de heroína.
Mientras lo llevaban a la oficina del FBI en el Bajo Manhattan, sentado esposado en el asiento trasero con el agente Reynolds, preguntó: ¿Qué puedo hacer para ayudarme?
Poco después, Lizardi le contaba todo al agente Reynolds.
Dijo que llevaba años vendiendo heroína a traficantes de Estados Unidos tras comprar grandes cantidades en Colombia, México y República Dominicana.
Uno de sus clientes habituales desde hacía tiempo era un hombre de mediana edad del Bronx llamado Ramon Cruz. Durante media década, Lizardi le había vendido a Cruz hasta 100 kilos por más de 6 millones de dólares, una cantidad que en la calle equivalía a varios millones más. Cruz usaba un molinillo de café para cortar la heroína con una sustancia no identificada a la que Lizardi se refería como “el ingrediente secreto”.
Luego Cruz empaquetaba su producto en bolsas de papel glassine. Las doblaba, las pegaba con cinta adhesiva y les ponía el sello: “Flow”.

Lizardi dijo que, aproximadamente desde 2010, Cruz había estado vendiendo Flow a la banda de la avenida Hughes, que tenía un lucrativo mercado secundario en Rutland. Un cliente incluso había muerto en esa comunidad a causa de una sobredosis, le comentó Lizardi al agente Reynolds, quien se convertiría en una especie de confesor para el proveedor.
Lizardi quedó en libertad bajo fianza y siguió cooperando. Llevaba un micrófono y una cámara, y en agosto de 2015 el FBI empezó a grabar sus llamadas con Cruz. Eran una ventana abierta a las operaciones de la banda: la violencia, el plan de negocios, incluso la rutina tediosa.
Cruz habló del asesinato en el billar de Tide, el boxeador aficionado cuya muerte había ayudado a consolidar la banda. En otra grabación, se quejaba de haber trabajado todo el fin de semana para producir 4000 bolsas de Flow, embolsando hasta las 11:00 p. m., doblando las bolsitas hasta las 4:00 a. m. “Pum: me duché. Pum: me metí en la cama y me levanté a las 10”, dijo.
En una ocasión, Lizardi le preguntó a Cruz si había llegado a pensar en cambiar el nombre de la marca Flow. “Hombre”, respondió Cruz, “¿cómo voy a cambiarlo? Eso es lo que vende. Esos sellos”.

El 24 de noviembre, la violencia entre Chulo y la banda de la avenida Hughes se intensificó. Hubo un asesinato que quedó grabado en video.
Chulo y uno de sus socios le dispararon a un vendedor de droga de la banda de la avenida Hughes frente a una guardería de Tremont, mientras los padres dejaban a sus hijos. Chulo persiguió al hombre por un estacionamiento, disparando varias veces. El hombre cayó, intentó levantarse y fue derribado de un puñetazo. Luego, Chulo le disparó al corazón y huyó.
Días después, las intervenciones telefónicas de Lizardi revelaron un plan: la banda de la avenida Hughes mataría a tiros a Chulo en represalia.
Había llegado el momento de hacer arrestos. El 2 de diciembre, la policía y el FBI detuvieron a la líder callejera de la banda de la avenida Hughes y a Cruz, el intermediario. En su departamento incautaron bolsitas, básculas, molinillos y coladores. Había miles de dólares en efectivo, agentes de corte como quinina y manitol, paquetes de heroína, cadenas de oro, relojes y una pistola. Se llevaron un sello de goma con la palabra Flow.
Una búsqueda policial no pudo localizar a Chulo. Finalmente, el 12 de enero de 2016, un reporte condujo a la policía hasta un edificio abandonado a pocos kilómetros de Tremont.
Chulo, quien desde el tiroteo del estacionamiento llevaba siete semanas en fuga, fue capturado mientras intentaba escapar por la ventana de un segundo piso.
Rutland, 2016
En marzo de 2016, con los líderes y el principal proveedor de la banda de la avenida Hughes encerrados, Crowley y sus colegas se subieron a una minivan blanca en el Bajo Manhattan para emprender un recorrido de medio día a Rutland, con Reynolds al volante. Sería el primero de varios viajes planificados con el fin de prepararse para los juicios en Nueva York.
Las detenciones de Roach, el traficante callejero del Bronx, y Lizardi, el proveedor en la cúspide de la operación, habían sido reveladoras para Crowley, quien se dio cuenta de que lo que podría haber parecido episodios aislados —la muerte de Blanchard en el Rodeway Inn, los tiroteos de Chulo con la banda de la avenida Hughes, el asesinato de Tide— formaban parte del mismo mercado de heroína que se extendía desde Nueva York hasta Nueva Inglaterra.
El recorrido llevó a los investigadores y a los fiscales hacia el norte, a la Ruta 7 de Vermont, a través de las Green Mountains y hacia Rutland, donde las elegantes casas de Nueva Inglaterra bordeaban las calles antes de dar paso a una zona deteriorada.
En una gasolinera, Reynolds vio los signos reveladores de la adicción a la heroína: personas demacradas, ansiosas y desaliñadas, sombras de lo que alguna vez fueron. Había visto esto una y otra vez en el Bronx, donde trabajó como policía años antes.
Crowley les mostró a sus colegas su escuela y su deli favorito, y por la noche se quedaron en la casa de su infancia, en las afueras de la ciudad; sus padres no estaban.

Pasaron por el Rodeway Inn donde Blanchard había muerto, y se reunieron con el agente de la DEA, Tom Doud, cuya investigación había seguido el rastro de la dosis mortal de Flow hasta Nueva York.
Doud les contó cómo llegaban los traficantes a Rutland en coche o en tren Amtrak. Crowley conocía ese tren: lo había usado para ir a Rutland durante las vacaciones. Los traficantes no tenían que caminar mucho para llegar de la estación hasta el barrio en el que la heroína había creado un entorno problemático.
En un edificio que albergaba una oficina satélite del FBI, Crowley y sus colegas se reunieron con Parker, la pareja de Blanchard.
Las gafas de Parker estaban pegadas con cinta adhesiva. Mientras hablaba, hacía pausas para fumar. Crowley percibió su profunda vergüenza y tristeza. Había ido a rehabilitación, le habían permitido criar a su hija y tenía trabajo. Pero a Crowley le preocupaba que un contratiempo pudiera desestabilizarla.
Parker le preguntó si tenía que subir al estrado en los juicios de Manhattan. Crowley fue firme: haces esto porque te rehabilitaste. Lo haces por tu hija.
Manhattan, 2017
Los tres juicios de Manhattan derivados de la investigación sobre la heroína Flow se prolongaron durante casi un año en 2017 y 2018.
Más de una decena de acusados ya se habían declarado o estaban por declararse culpables de cargos federales en Vermont y Nueva York. Entre ellos estaba Cruz, entonces de 52 años, quien había empaquetado la materia prima de Lizardi para hacer Flow. Se declaró culpable en Manhattan de una conspiración de drogas que llevó a la muerte por sobredosis de Blanchard y fue condenado a 25 años de cárcel.
Algunos de los que llegaron a acuerdos aceptaron testificar para la fiscalía, incluyendo a Roach y Lizardi.
En un juicio, uno de los hermanos que había liderado a la banda de la avenida Hughes, Jose Santiago-Ortiz, fue declarado culpable de asesinar a Tide afuera del billar Remy’s.
No mucha gente asistió al juicio, y los medios de comunicación casi no le dedicaron atención. Pero Marlene Louis, la madre de Tide, estuvo ahí todos los días.

“Mi hijo era un buen hombre, un hombre humilde”, le dijo Louis al juez cuando la dejó hablar antes de imponer el castigo.
Luego se dirigió al acusado. “¿Te alegró haberlo matado esa mañana?”, dijo. “Ahora tienes que alegrarte de recibir tu sentencia”.
Santiago-Ortiz fue condenado a tres cadenas perpetuas consecutivas.
En otro juicio, Chulo fue declarado culpable de asesinar al vendedor de la banda de la avenida Hughes al que le había disparado afuera de la guardería. Una madre que estaba caminando por ahí con su hijo pequeño testificó que Chulo, al salir corriendo del lugar, le había llamado la atención y le había sonreído.
En su alegato final, Crowley le dijo al jurado que la muerte del hombre era “la culminación de una brutal guerra por las drogas”. Dijo que Chulo “se armó para esa guerra con pistolas, y utilizó esas pistolas para cometer tiroteos y asesinatos”.
Chulo, al dirigirse al juez durante su sentencia, dijo que sus rivales le dispararon en muchas ocasiones. “Llevo años en esto con esos tipos”, afirmó.
“No intento poner excusas”, continuó. “Solo quiero que me traten con justicia”.
“Si estaba haciendo algo mal, pido disculpas”.
El hombre que había evitado la cárcel durante tanto tiempo fue condenado a 75 años.
En el tercer juicio, la jefa callejera de la banda de la avenida Hughes finalmente fue condenada por conspiración de narcóticos y por un cargo de posesión de armas, por lo que recibió una condena de 10 años. La primera testigo fue Parker, a quien se le otorgó inmunidad a cambio de su testimonio. Un fiscal le preguntó si seguía consumiendo drogas.
“No”, dijo.
¿Desde hace cuánto?
“Desde el día en que murió David”, respondió Parker. Y añadió: “Amo a mi hija. Ella ya perdió a uno de sus padres por esto. No necesitaba el legado de perder a los dos”.
Rutland, el Bronx, 2025
Sin embargo, la heroína no tiene finales sin complicaciones.
En los años transcurridos desde que testificó en Nueva York, Parker, que ahora tiene 47 años, ha sido detenida en varias ocasiones por delitos de hurto en Vermont, y ha faltado a más de diez citas en la corte. En diciembre, cinco días después de Navidad, fue acusada de intento de robo de casi 400 dólares en comestibles. Según dijo la policía, aparecía en un video de vigilancia llenando un carrito de supermercado con huevos, queso, uvas y filetes, y después dirigiéndose al estacionamiento sin pagar.
Durante una noche del mes pasado fue detenida en Rutland después de que la policía estatal dijera que había encontrado cocaína y parafernalia de drogas en un coche en el que iba como pasajera. La policía recomendó a los fiscales que fuera acusada de un delito grave de posesión. Los esfuerzos por encontrarla a través de su abogado y de varios conocidos no dieron resultado.
Alguien que desde hacía tiempo sospechaba que Parker había vuelto a consumir drogas era Shirley LaPine, la madre de Blanchard. Mientras Parker estaba en rehabilitación, LaPine cuidó a la hija de la pareja —su nieta— antes de que la juguetona niña fuera devuelta a Parker.
LaPine no ha visto a su nieta, que ahora es adolescente, desde hace años.

Hace poco, en un pequeño departamento en un primer piso a las afueras de Rutland, LaPine abrió un armario y apartó su desordenado contenido —ropa, álbumes de recortes, una aspiradora— para revelar una caja de plástico marrón con una fotografía descolorida de su hijo pegada a un lado. Contenía sus cenizas.
“Siento que está más cerca de mí si no lo entierro”, dijo LaPine.
El caso Flow fue un triunfo para los investigadores y fiscales que le dedicaron años de su vida. Se resolvieron asesinatos, se castigó a los asesinos y se desmanteló la red de distribución de Flow.
En un sentido más amplio, era difícil saber qué se había logrado con el caso. Crowley sabía que operadores como Lizardi se habían enriquecido mientras que trabajadores y clientes como Roach y Blanchard cumplían condenas o morían.
Las muertes anuales por sobredosis fatales de opioides en Vermont, que alcanzaron las 235 hace tres años, descendieron a 180 el año pasado; aún más del triple que en 2012, cuando murió Blanchard. Según el Departamento de Salud del Estado, la cantidad estimada de personas en Vermont que reciben tratamiento por adicción a opioides —11.500— ha crecido más de dos veces desde 2012.
En el Bronx, los equipos del Departamento de Salud local de Tremont y del cercano barrio de Crotona retiraron el año pasado más de 31.000 jeringas encontradas en el suelo.
En cuanto a Crowley, ha pasado a un nuevo capítulo de su carrera jurídica, pero la destrucción que los opiáceos causaron en el Bronx y en Rutland nunca está lejos de su mente.
“Siempre sentí que me había ido y construido esta vida, y ahora trato de ayudar a la comunidad en la que vivo”, dijo Crowley quien, después de seis años como fiscal en Manhattan, se convirtió en socia de un despacho privado allí. “¿Pero qué pasa con la comunidad de donde vengo?”, preguntó.
En Vermont, una pérdida fue especialmente personal. En 2015, una amiga de la infancia de Crowley había aparecido en un artículo periodístico sobre cómo Rutland estaba intentando liberarse de la epidemia de heroína con una combinación de aplicación de la ley, servicios sociales, tratamientos y pura determinación. La amiga dijo que había conseguido ayuda y que llevaba dos años sin consumir.
En 2021, murió por una sobredosis.
“En realidad, nunca te liberas de ella”, dijo Crowley. “Y eso es lo triste de Vermont. Vermont nunca se librará de ella”.
Susan C. Beachy colaboró con reportería.