Por Abril Peña
En los últimos años, se ha vuelto común escuchar frases como “ya este país no es el mismo” o “antes la gente era diferente”. Y aunque muchas veces esas afirmaciones suenan a nostalgia de adultos que idealizan su juventud, esta vez hay algo más profundo. Hay una sensación compartida de que algo se ha roto, de que algo esencial de lo que éramos como pueblo se está desvaneciendo.
Y no es solo una percepción. Lo vemos en las calles, en las escuelas, en las redes sociales, en las formas de hablar, de vestir, de consumir, de pensar. Lo vimos, por ejemplo, en la reciente Parada Dominicana en Nueva York: lo que debió ser una celebración del orgullo patrio terminó siendo un desfile grotesco de estereotipos. Ruido, vulgaridad, desorden… ¿eso es lo que queremos mostrarle al mundo?
La pregunta de fondo es más seria: ¿quiénes somos hoy como nación?
¿En qué momento dejamos de valorar la elegancia, la educación, la historia, la dignidad?
¿Cómo llegamos a este punto donde muchos jóvenes no conocen su pasado, no reconocen sus símbolos, no pueden nombrar una sola figura cultural sin antes buscar en Google?
La pérdida de identidad cultural no es una crisis simbólica. Es una amenaza real a nuestra cohesión social y a nuestra capacidad de construir un futuro común.
Preservar el patrimonio no es colgar una bandera en una fecha patria ni recitar un himno. Es asegurarnos de que las nuevas generaciones no sean turistas en su propia tierra. Es enseñarles a reconocerse en los valores, los saberes y las luchas que nos trajeron hasta aquí.
Y no, no es que antes todo era mejor. Es que antes sabíamos quiénes éramos.
Hoy, salvo excepciones, muchos han sido formados en el ruido, el consumo y la inmediatez. No por falta de inteligencia, sino por falta de raíces.
No por falta de inteligencia, sino por falta de raíces.
Por una degradación cultural progresiva que empieza en el hogar, se perpetúa en la escuela y se normaliza en los medios.
Pedro Henríquez Ureña lo advirtió con claridad: el peligro no estaba solo en copiar a Europa o a Estados Unidos, sino en olvidar lo nuestro en el proceso. Para él, la misión de América Latina —y de República Dominicana— era afirmarse a sí misma, construirse desde dentro. Pero esa advertencia quedó, como tantas otras, sepultada bajo el ruido de lo inmediato.
Hoy, al ver imágenes de la juventud dominicana en los años 60 y 70, sorprende la claridad con que hablaban, su compromiso político, su lenguaje articulado, su sentido de propósito. Jóvenes que a los 20 años leían a Martí y a Marx, se organizaban, cuestionaban, construían. Tenían discurso. Tenían dirección.
Hoy, gran parte de nuestra juventud —con honrosas excepciones— ha sido absorbida por una cultura del espectáculo, donde lo que vale no es lo que sabes, sino cuántos seguidores tienes. Donde pensar es aburrido, y consumir sin filtro es lo normal. Una generación moldeada no por la lectura, sino por el algoritmo.
Y cuando se pierde la identidad, también se pierde el sentido de comunidad.
Se desdibuja el deber con el otro. Se reemplaza el “nosotros” por el “yo primero”.
Por eso vemos lo que vemos:
Violencia sin sentido.
Vulgaridad como norma.
Incapacidad de diálogo.
Desprecio por el conocimiento.
Apatía cívica.
Idolatría a lo extranjero, pero rechazo a lo propio.
La educación se vació de contenido. Las tradiciones se convirtieron en “cosas de viejos”. Los museos se vacían, mientras los centros comerciales se llenan.
El idioma se empobrece. Las letras se relegan.
Y así, sin darnos cuenta, nos vamos pareciendo cada vez menos a nosotros mismos.
Aun así, no todo está perdido. Hay jóvenes que están redescubriendo sus raíces. Escuelas que enseñan sobre los taínos, los cimarrones, la historia local.
Comunidades que restauran iglesias, organizan festivales, enseñan danzas típicas. Hay resistencia.
Pero esa resistencia necesita respaldo.
La preservación cultural no puede seguir siendo una causa romántica. Debe ser una política de Estado.
Una nación sin memoria es una nación manipulable.
Y quizás eso explique mucho de lo que estamos viviendo.
Pedro Henríquez Ureña lo entendió.
Y su advertencia hoy retumba con más fuerza que nunca.
Si queremos una sociedad más justa, más humana, más solidaria, primero tenemos que responder la pregunta más importante de todas:
¿Quiénes somos?
Porque solo quien se reconoce, puede transformarse.
Y solo quien se honra, puede aspirar a algo más grande.